Querido lector, estás a punto de leer el resultado del miedo, la ira y el dolor, pues te contaré la historia de una isla perdida en medio de la Latinoamérica continental.
Nuestra narración empieza en la década de los 80, cuando Soda Stereo y los Caifanes sonaban en las radios populares de toda América Latina, intercalando espacio entre los titulares que resaltaban la conmoción social y conflictos violentos que comenzaban a brotar en países como Colombia y Perú. En medio de estas dos naciones, se levantaba casi utópica una isla de bandera coronada por un cóndor que hacía las veces de custodio de paz. Así, por su tranquilidad y tibieza, el mundo entero y el propio imaginario social comenzaron a llamar al Ecuador como La Isla de Paz. Este término fue acuñado por el entonces presidente, Rodrigo Borja Cevallos, para referirse a la situación de paz y neutralidad del país; convirtiéndose en un lema de gobierno que permearía durante cuatro décadas.
Durante años, esta idea de un Ecuador transitable, sereno y seguro se instauró en la apacibilidad de sus ciudadanos, que lejos de inquietarse por esta extraña situación, comenzaron, cada vez más, a sentirse tranquilos con cerrar los ojos ante cualquier situación incómoda, dolorosa o crítica en su contexto social. Sea como fuere, la isla existía, flotaba en medio de riesgos inesperados, paros, sacudidas sociales, feriados bancarios, pero flotaba.
Hoy ese llamado espacio de paz, no existe más. Tal pareciera que, su cóndor custodio decidió irse, extinguirse o migrar junto al resto de los suyos que arriesgan sus vidas en la selva del Darién, con la esperanza de un futuro más próspero. En los dos últimos años, Ecuador ha incrementado de manera acelerada sus índices de violencia, esto tras la política del actual presidente Guillermo Lasso y varios alcaldes de hacerle frente al narcotráfico y bandas organizadas que comenzaron a disputarse el control del espacio territorial para trasladar la droga, posicionar el microtráfico local o buscar el liderazgo frente a los otros grupos delictivos.
La isla, empezó a moverse, y esta vez todos nos dimos cuenta. Y es así, querido lector, como poco a poco los medios de comunicación comenzaron a llenarse con noticias de asaltos a personas, robos a domicilios y negocios. El tono fue escalando cuando los diarios semanalmente denunciaban las matanzas dentro del sistema carcelario. Las extorsiones o llamadas vacunas se convirtieron en la nueva moda de negocio, y llegaron al punto de convertirse en contabilidad indispensable para cualquier negocio local.
Para inicio del 2021, el ecuatoriano promedio dejó de pensar que la violencia era solo cuestión de “sectores populares” y comenzó a darse cuenta que, a estas alturas del partido, ya poco importa apellidos, cargos estatales, ideologías o región: todos estamos en el mismo saco. La nube se hizo aún más negra, cuando esta violencia delictiva traspasó a la pluma afilada de nuestros periodistas. Hoy, ya poco importa ser de un medio público, privado o comunitario, pues el periodismo empezó a tener una mordaza sujetada por sicarios, ataques y bombas, dejando como consecuencia la autocensura y el exilio.
Y así, ante la apacible calma del gobierno, a los habitantes de esta isla continental nos entró el miedo y la desesperación. Y es que, cómo no sentirla si mientras niños de 9 y 10 años se graduaban de sicarios, la Asamblea y el poder Ejecutivo se aferraron en una disputa de poderes que acabó por mandar a “todos a sus casas”, dejando a esta isla aún más a la deriva.
Así, nuevamente como cada cuatro años, las calles polvorientas de esta isla se llenaron de pancartas, afiches y falsas promesas de unos cuantos que desean convertirse en “salvadores de la patria. Pero esta vez, a diferencia de fiestas democráticas anteriores, los isleños nos aferramos al miedo.” El cóndor regresó, pero solo para vaticinar la calma antes de la verdadera tormenta.
En menos de un mes, líderes y dirigentes políticos, comenzaron a recibir amenazas para cerrar los ojos y dejar al narco hacer lo que mejor sabe, infundir terror. Para quienes no quisieron hacerle el juego, las consecuencias fueron escalofriantes. Así en menos de tres semanas una Ecuador perdió a la joven promesa del fútbol que buscaba prosperidad para su barrio; una ciudad perdió a su alcalde, y la papeleta electoral tachó la foto de uno de sus candidatos, quien horas antes había denunciado públicamente las amenazas que caían como espada de Damocles sobre su cabeza.
Ahora bien, como dice la conocida frase popular: “no todo está perdido”. Ecuador tiene aún la oportunidad de pensar sobre cómo poner en orden la casa, pero primero tiene que empezar haciendo un mea culpa. Sí, porque la violencia y sangre que vemos derramarse a diario son solo el síntoma de un problema mayor. Durante años, nos acostumbramos a dejar de ser críticos, empezamos a mirar con ingenuidad e indulgencia los brotes de esta enfermedad que hoy hace estragos. Dejamos de ver a nuestra educación democrática como un problema real y comenzamos a poner por legisladores y gobernantes a actrices y futbolistas. Nos aferramos a la idea de ser “únicos en medio del mar” y no vimos la realidad de nuestros vecinos, olvidándonos de ser un bloque unido.
Aun cuando parece utópico, existimos quienes queremos recuperar la paz. Pero ya no para ser una isla. Queremos que esa calma se extienda de norte a sur. Que llegue a donde las palabras no son libres y el transitar tranquilo es privilegio de pocos. No queremos repetir historias, queremos escribir con tinta nueva mejores días para nosotros los jóvenes, para nuestros padres, abuelos e hijos. Queremos un continente de paz, porque sí. Porque lo merecemos, porque lo hemos luchado y lo seguiremos haciendo. Y sí, querido lector, suena solo a una fantasía, pero no hay nada más poderoso que eso: el sueño de tener libertad. Mientras haya voluntad, no todo está perdido ¡carajo!
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