En Bolivia, varios aeropuertos que costaron millones de bolivianos están hoy abandonados, sin vuelos regulares ni actividad comercial. Uno de los casos más llamativos es el aeropuerto Tito Yupanqui en Copacabana, una obra que prometía conectar este importante destino turístico con otras regiones y el extranjero. Sin embargo, desde su inauguración en 2018, solo ha recibido un avión militar y algunos vuelos turísticos en helicóptero. Los habitantes de la zona se preguntan: ¿por qué el gobierno invierte en infraestructura que no beneficia a nadie?
A pocos kilómetros, en Apolo, la situación es igual de lamentable. Su aeropuerto, también construido en 2018, es hoy un terreno baldío cubierto de arbustos. Los habitantes reportan que, tras algunos vuelos comerciales iniciales, la pista dejó de operar y las promesas del gobierno de conectividad aérea se esfumaron. Estas infraestructuras, lejos de ser motores de desarrollo, se han convertido en símbolos del despilfarro de recursos públicos y de la mala planificación estatal. ¿Qué ha pasado con las promesas de desarrollo que tanto pregonaba el Gobierno?
Este fracaso no es casualidad. El monopolio estatal en el sector aéreo ha asfixiado cualquier posibilidad de competencia y eficiencia. La aerolínea estatal Boliviana de Aviación (BoA), que debería ser la principal operadora en estos aeropuertos, no cuenta con suficientes aviones y enfrenta problemas de gestión. Mientras tanto, otras empresas aéreas, que podrían llenar ese vacío, no tienen permiso para operar en igualdad de condiciones debido a las restricciones impuestas por el gobierno. ¿Hasta cuándo los ciudadanos seguirán pagando por la ineficiencia de un monopolio estatal que ahoga cualquier alternativa viable?
La falta de competencia no solo afecta al sector aéreo. Muchas otras empresas públicas están condenadas al fracaso por el mismo motivo: un sistema donde el Estado controla el mercado, impidiendo que otras compañías innoven, compitan y ofrezcan mejores servicios. Y lo peor es que todo esto se financia con los impuestos de los ciudadanos, quienes ven cómo su dinero se diluye en proyectos sin futuro. Este panorama no solo frena el crecimiento, sino que crea un círculo vicioso de mediocridad, donde el Estado se vuelve juez y parte de su propio fracaso.
Sin competencia, no hay innovación, y sin innovación, no hay progreso. Lo que se ve hoy en los aeropuertos de Copacabana y Apolo es un claro reflejo de lo que está ocurriendo en otras áreas de la economía boliviana: grandes inversiones con escasos resultados. Empresas públicas que no rinden cuentas, burocracia excesiva y proyectos que jamás alcanzan su verdadero potencial. Pero lo más preocupante es que esta situación se seguirá replicando en otras industrias si no se permite la participación activa del sector privado en igualdad de condiciones.
Desde el liberalismo, este tipo de situaciones serían inconcebibles. En un sistema de libre mercado, la competencia sería la norma y no la excepción. Aerolíneas privadas tendrían la oportunidad de operar en estos aeropuertos, generando empleos y mejorando el servicio para los viajeros. Los ciudadanos tendrían opciones, y las inversiones estarían mejor dirigidas, garantizando que cada peso invertido por el Estado sea realmente útil para el desarrollo del país. Porque en el fondo, lo que Bolivia necesita no son más monopolios, sino más libertad económica.
“Con libre mercado, tu dinero no se pierde, se invierte. ¡Es hora de volar con el liberalismo!”